DE NOBLE, OLOROSA MADERA
Camina muy suelta. Nadie diría, al verla, que lleva en sus espaldas una mochila tan pesada. Que no se ve, y que a cualquiera que no fuese Saia habría derribado. Pero a ella no.
Llega a la feria con la misma sonrisa ancha de siempre, y nadie permanece afuera de su seducción.
— ¡Hola, Pelito! ¡Qué buen collar tenés hoy! Seguro te lo hizo tu chica jamaiquina ¿no? Y miren a la abuela China, ¡te estoy viendo, China, no te hagas la otaria que ya todos sabemos lo que te dijo el matasanos. Dejá de fumar, carajo, que después vamos a tener que cargar con tu esqueleto descangallado, de la feria a tu casa y de vuelta! ¿Quién tira el paño aquí hoy?... Bueno, si no hay nadie, me quedo yo.
Un revoleo de faldas, de pulseras que tintinean y de pelos multicolor. Esa es Saia. Brazos que la estrechan, manos que la despeinan con ternura. Eso es lo que despierta Saia. Comienza a sacar de la otra mochila, de la visible, de la que tiene todos los colores que ella quisiera para su vida, un montón de artesanías confeccionadas con destreza. No puede evitar llevarlas a la nariz y aspirar profundamente. Ama el olor de la madera. La conoce como si fuese materia salida de sus entrañas, y sabe trabajarla. Saca una pieza de forma rara. Es una estatuilla ceremonial. La mira con ternura y la acerca a su boca. La besa con unción, la huele y la deposita suavemente sobre el paño. Y así va sacando, una detrás de otra, las obras que su vigilia irremediable crea, noche tras noche. Cuando termina de sacar todas las piezas y acomodarlas sobre el paño colorado, busca el mate, el termo, el atado de puchos. Una vuelta más alrededor del grupo de artesanos, una broma, una caricia, un sonoro chirlo en el trasero de algún desprevenido y Saia se sienta en el suelo, las piernas cruzadas, dispuesta a pasar un día más de tantos días. Prepara el mate, se toma el primero, charla hasta por los codos con sus vecinos y con los posibles clientes que se detienen a mirar sus obras. Cuando enciende el pucho aprovecha la primera columnita de humo para disfrazar la nostalgia. Su mirada se escapa del grupo bullicioso y camina hacia otro tiempo. Dieciséis años atrás. Cuando ella y su madre se mudaban al departamento de San Telmo, que todavía conserva por la caridad de sus dueños. Era en el cuarto piso de un viejo edificio sin ascensor. Su madre ya estaba embarazada de Orión, pero el departamento era barato y, como decía Kela, “cuatro escaleras son terapia contra la pereza”. Terminaba una relación de pareja muy difícil, pero ni se le hubiese pasado por la cabeza cortar con ese embarazo que la ilusionaba. Las unía una relación muy especial. Lectura y música en abundancia eran cosa cotidiana. Pasaban muchas noches de verano tiradas de panza sobre el balconcito que daba a la calle, adivinando el color del próximo coche que doblaría la esquina, agarradas con cuidado a los barrotes desvencijados que su madre prometía restaurar “un día de estos”. Ese, y muchos otros juegos, las convertían en compinches inseparables del mundo que ellas se empeñaban en convertir en un buen sitio. Su madre le enseñó el oficio de tallar la madera. Juntas solían ir a las carpinterías grandes y, por pocos centavos, se llevaban aquellas piezas que cualquier carpintero habría descartado por inservible. Kela decía que esos trozos la esperaban a ella para someterse al moldeado de su imaginación y salir convertidas en deleite para los ojos.
Cuando nació Orión, Saia despertó a un mundo de realidades al que no estaba acostumbrada. El desorden de sus vidas en el que no faltaba la comida a cualquier hora, o el sueño cuando venía, debió ser bruscamente modificado por la nueva situación: Orión llegaba al mundo portando el VIH. Kela, sin saberlo, había sido infectada por su pareja.
—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —la mano que se agita delante de sus ojos la distrae de los recuerdos. Su dueño sonríe cuando Saia estira las manos y las coloca, abiertas, sobre la cara del intruso.
— ¡Hola, mi guachito divino! ¿A qué hora llegaste? No te vi.
—Ya, ya. No te preocupes, que yo veo por los dos, si me lo permitís.
Saia suelta la carcajada. Hace presión con los talones en el piso para moverse y dejar lugar a Pedro. Se abrazan muy fuerte y el ruido de sus besos desata la risa de los compañeros de feria.
— ¿Fuiste a ver a Orión? —la pregunta hace torcer la boca a Saia
—No, voy esta tarde, antes de volver a casa. De todos modos no sé si voy a encontrar a la sicóloga, porque quiero hablar con ella. Parece que Orión tiene problemas con su compañero de celda y no quiere dormir con él.
—Bueno, convengamos en que el señorito tendría que bancarse lo que venga, dadas las circunstancias —Pedro no puede evitar el sarcasmo.
— ¡No seas así! Me cuesta mucho esto. Tu apoyo es muy importante para mí…
—Perdoname, pero no me banco esa devoción por tu hermanito descarriado. ¡Dejalo que se arregle como pueda!
—Pero, ¿te das cuenta lo que me estás pidiendo? ¡Es sólo un pendejo y está enfermo!
—De la cabeza está enfermo tu hermano. ¿No te das cuenta que le encanta verte sufrir? Se está desquitando de lo que la vida le negó y quiere cargarte con esa culpa. ¿Cuándo va a haber tiempo para vos?
—Bueno, esta discusión se termina aquí, loco. No voy a negociar la dedicación a mi hermano. Se lo prometí a mi vieja —con un gesto da por zanjada la cuestión. Pedro la mira guardar todas sus cosas en la mochila y levantarse. Queda flotando en el aire el anhelo de un beso de despedida.
Saia cruza la plaza sin contestar los saludos. Camina sin rumbo cierto, piensa en Orión, recuerda la infancia difícil del chico, la muerte inesperada de su madre, y casi sin darse cuenta llega al instituto de menores. Abre la puerta, se anuncia, le aclaran que no es horario de visitas pero ella argumenta que la sicóloga quiere verla. Cuando logra pasar, advierte que es muy tarde porque los internos están levantando los restos de la cena en el comedor. No ve a su hermano entre ellos y supone que Orión, una vez más, se quedó sin cenar. “Otro castigo”, piensa en voz alta. Uno de los internos se da vuelta, al escucharla.
— ¡Hola, Saia! —la saluda con afecto—, si buscás a Orión... —el chico levanta sus manos con las muñecas unidas entre sí.
— ¿Qué hizo ahora? —Saia pregunta, pero sin ganas de recibir las respuestas que ya conoce da media vuelta y sale del comedor. En el pasillo se encuentra con la sicóloga.
—Hola, Alicia, me dicen los chicos que Orión está castigado, ¿qué hizo?
—Vení, vamos a mi oficina.
Entran a un espacio muy reducido, austero, con una ventana sin cortinas y un escritorio mediano, lleno de papeles.
—Sentate, por favor —la sicóloga está muy seria—. Sabés que anoche Orión se peleó con su compañero de celda y se negó a dormir allí. Sabés también que no podemos disponer de una celda para cada interno. Cuando se lo dijimos, comenzó a gritar pidiendo que te hiciéramos venir. Pero eso no es lo más grave...
— ¿Qué? ¿Qué puede ser más grave que un chico con sida congénito, encerrado por el único cargo aparente de portación de imagen, raterismo dicen los jueces, y que no tiene medios para defenderse? ¿Qué sociedad de mierda es ésta que excluye del sistema a un adolescente por su irremediable condición de enfermo, huérfano, dependiente de una artesana, ¡ah, qué deshonra!, en la que ningún juez confía para criar a su hermano. Claro, porque lo único con lo que cuenta para su crianza es el amor infinito y esto es una garantía inservible —la explosión le llena de color la cara y los ojos de odio.
— ¡Pará, pará, Saia, escuchame, por favor! Te decía que hay algo mucho más grave... Orión quiso estrangular a su compañero. Se lo sacaron de las manos a duras penas... Parece que consiguió cocaína, nadie sabe cómo... y no es la primera vez.
La cara de Saia se transfigura. Pasa del rojo a la palidez absoluta. Los ojos se dilatan, abre la boca como para decir algo pero sólo un ronquido sale del pecho agitado. De repente una carcajada le brota, incontenible.
— ¡No, me estás macaneando! Orión no. Mi hermanito no es un asesino. Creo que te equivocaste y estás hablando de otro interno. ¿Sabés qué tierno es ese chico? ¿Sabés con cuánto amor me cuidaba cuando yo caía enferma, antes de entrar en este infierno? ¿Sabés cómo me llama a mí en la intimidad? “mi mami dos”, me dice. ¿Cómo me pueden decir que esa dulzura es un asesino? ¡Quiero verlo, dejame verlo ahora mismo! —se levanta y sale sin esperar respuesta. Alicia la sigue, en silencio. Caminan por un largo pasillo con celdas a ambos lados. Cuando llegan a la de Orión, encuentran al chico parado contra la reja, de espaldas. Al oír los pasos y la voz de Saia que lo llama, gira despacio.
— ¡Ah, por fin venís! —la mirada helada impresiona a Saia.
— ¡Hola, negrito! ¿Qué te hicieron?
—No me hicieron nada, loca, dejá de hacer escándalo. Y cuando yo te necesite no te hagas la boluda y aparezcas cuando se te dé la gana. ¡Bah!, qué me importa, después de todo. Ya sé que me voy a pudrir en este infierno porque a nadie le intereso. ¡Andá, andá nomás con tu Pedrito y tus maderas de mierda y dejame en paz! Ya crecí, ya no te necesito. Podés hacer tu vida y olvidarte de mí. Ahora andate y no vuelvas...
Saia está acostumbrada a los arranques de su hermano, pero ahora percibe algo distinto en el tono de su voz. Este no es el Orión que ella conoce tan bien. Este ser que vomita desprecio no es el niño tierno al que ella acunó durante las noches donde la orfandad de ambos se sentía en la piel helada, en la falta de un pecho materno que cobije debilidades y seque lágrimas. No, no es el mismo. Es un adulto dolido e hiriente. Estira los brazos para estrecharlo pero un manotazo de Orión casi la derriba. Retrocede unos pasos. Todavía no puede creer lo que pasa. No sabe qué hacer. Se mira las manos inútiles. Esas que pueden crear prodigios, pero que no sirven ahora. Porque Orión es de carne, huesos, alma... Gira en redondo y sale corriendo por donde vino. El aire cálido de la noche afloja sus emociones. Se sienta en el cordón de la vereda y llora fuerte, ásperamente. Después, mucho más tarde y con los ojos secos se levanta despacio. Sin mirar atrás comienza una marcha lenta hacia cualquier lado. La madrugada la encuentra mirando la puerta de su casa sin decidirse a entrar. Con mucho esfuerzo comienza a subir las cuatro escaleras hasta su departamento. Entra y va derecho a la cocina. Se sienta, enciende un cigarrillo y lo abandona en un cenicero, los ojos sin expresión y la cabeza vacía. Cuando la ceniza es una viborita triste se levanta, abre una puerta destartalada de la alacena, saca una botella panzona, retira el corcho y, sin respirar, bebe del pico hasta que el último trago pasa quemando por su garganta. Respira profundo, tose, deja caer la botella al suelo y, por primera vez en largo tiempo siente que no todo está tan mal. Orión, Pedro, Kela, todos dejan de ser figuras de pesadilla y van desdibujándose. Tiene ganas de cantar por primera vez. Y de bailar. Se levanta, tambalea, se ríe fuerte y camina hacia el balcón. Abre la puerta, grita saludando la mañana, se acerca a la baranda... y ya no importa si su madre o ella jamás intentaron restaurarla...
Clementina Macaroff
Bariloche, 15 de Diciembre de 2004
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