18 de septiembre de 2009

Yo, Clara

Ella no tenía una idea acabada de lo que ocurría en realidad. Sabía que Pedro la engañaba, pero nunca imaginó que lo hacía con su mejor amiga. Cuando esa mañana salió de su casa lo hizo como siempre, bien vestida, con sus cosas y sus sentimientos prolijamente colocados cada uno en su lugar: el trajecito rosa viejo impecable; el maquillaje suave resaltando apenas sus rasgos; el maletín de cuero marrón, colgado de manera casual de su mano derecha. El andar cadencioso y una expresión distraída, le daban un aire de mujer con la vida resuelta. En su curriculum vitæ podía leerse:
“Clara Martínez García, estado civil casada, profesión abogada... “
Como siempre que salía por las mañanas rumbo al edificio de Tribunales, transitaba la ciudad sintiéndose dueña de cada centímetro de vereda que pisaba, de cada molécula del aire denso que transpiraba la ciudad. Esa seguridad era la misma que le hacía pensar que “el que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen”, frase que aplicaba íntimamente a la conducta de Pedro. Porque cuando alguien, con el comedimiento que presta la envidia, le sopló arteramente al oído la supuesta infidelidad de su marido, ella estaba muy ocupada en un juicio importante y pospuso esa cosa menor, un rumor sin importancia, según sus palabras, para mejor ocasión. Después, en los escasos momentos que le dejaba libre su trabajo fuera de casa, sentía que estaba abandonando su perfeccionamiento en la profesión, e intentaba remediarlo. A veces, Pedro le recriminaba las contadas ocasiones en que podían salir a cenar, al teatro, al cine o a la casa de algún amigo que los invitaba. Pero eso era al principio, hacía mucho tiempo. Ahora esos reproches habían cesado por completo.

Todo eso pensaba mientras caminaba por Lavalle. Había decidido dejar el auto en su casa y tomar un taxi, pero como tenía ganas de caminar porque la mañana estaba preciosa, descendió unas cuadras antes. Taconeaba con firmeza cuando una escena la obligó a detener sus pasos. La vidriera de un bar, una mesa junto a ella y una pareja ensimismada en su mutuo embeleso. Ahí estaban. Pedro y Lidia, su amiga de toda la vida. Clara se paró en seco a unos metros de la vidriera. Miró. Las piernas le temblaron. El corazón, después de un vuelco, pareció querer abandonar para siempre su invariable tarea de latir. Pero siguió latiendo. El sudor helado brotó violento de los poros y se extendió por todo el cuerpo. La boca se secó como una planta sin esperanzas, y el color huyó cobardemente de su cara.
Después de un interminable tiempo oscuro en el que el cerebro rodó por un sendero de incertezas y locura, con un esfuerzo de titán logró saltar a la superficie gris de la razón. Miró el reloj. En media hora comenzaba la audiencia de Olmos contra Mendieta. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de la manija del maletín. Dio la vuelta y con paso firme enfiló hacia el edificio de Tribunales.


Clementina Macaroff
Junio 2005

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