Se desperezó con voluptuosidad, estirando cada partícula de su masa muscular, sus tendones y su piel a conciencia, como si se tratase de millones de resortes que debía despegar entre sí. Los pulmones se llenaron de a poco con el aire tibio de la tarde, las manos en alto, los dedos finos apuntando al celeste impávido de esa bóveda infinita. El cuerpo delgado se adelgazó aún más y acentuó la curvatura de la espalda en una perfecta ondulación, en contraste con la dureza de la materia que lo integraba. Cuando sintió haber llegado al extremo soportable de tensión, cuando pensaba que una milésima adicional de extensión haría estallar su cuerpo como la cuerda de un violín, allí, en ese momento, sus labios se entreabrieron para dejar escapar sin apuro, sin violencia, el aire aprisionado. Los ojos se entrecerraron, los hombros comenzaron a caer, y todo el cuerpo se fue inundando de una laxitud blanda, íntima. Se dejó caer en la reposera y siguió con los ojos cerrados un largo rato.
Miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde y ellos no llegarían hasta la noche. Se fijó con desgano en las sandalias tiradas de cualquier manera en el piso. Un remoto impulso la empujaba a levantarlas y colocarlas a un lado de la reposera, pero no hizo caso. Encendió un cigarrillo. Faltaban unas horas para la llegada de la noche y su aliento no revelaría el olor a tabaco. Tampoco sus ropas, ya que lo único que le cubría el cuerpo era un diminuto bikini, y con un buen baño haría desaparecer de su piel cualquier aroma extraño. Él siempre decía: “Hay que vencer las debilidades de la carne. Es bueno ejercitarse a diario. No podemos dejar que las adicciones nos sometan. Sino, mirame a mí. ¿Vos me ves doblegarme con facilidad?”
Un vago malestar en el estómago la obligó a enderezarse un poco. Debe ser el pucho, pensó. Se pasó la mano por la frente, rozándola apenas, en un gesto que más bien parecía un conjuro. Miró el cigarrillo que se alargaba en una punta gris incandescente. El movimiento imperceptible hizo caer la viborita al suelo. Se encogió de hombros. Más tarde limpiaría. Claro. Más tarde habría que pulir todo: casa, cosas, pensamientos, antes que él volviera. De todos modos, siempre se anunciaba con dos bocinazos largos, uno corto, y de nuevo otros dos largos. Parecía que el coche sabía la duración exacta de cada bocinazo, porque nunca variaban. Claro, si el coche era tan animado como ella misma, o como sus hijos, que respondían automáticamente a los deseos de la inteligencia superior. Si hasta nombre tenía. Una risa convulsiva sacudió su cuerpo. ¡Un coche con nombre! Ridículo. Estúpido ridículo. Por suerte no estaba obligada a acompañarlo en esos frecuentes viajes al interior de la provincia. Él nunca la invitaba, pero, en cambio, llevaba a sus hijos, únicas compañías con las que ella disfrutaba enormemente cuando estaba a solas con los niños. A estas horas, pensaba, seguramente él estaría mortificando a los chicos con las tablas de multiplicar. O tomándoles estúpidas lecciones de inglés. O martillándoles la cabeza con su moral de cartulina pintada y tomando el undécimo café que debían servirle de manera impecable, con el vaso a medio llenar, para no derramar ni una partícula líquida que pudiese mancillar la pulcritud del coche con nombre. Respiró hondo. Le dolía pensar en sus hijos a merced del efecto de una gota de café fuera del vaso. En algún rincón de su cabeza, surgía, a veces, un desvaído deseo de abandonar todo. Se casó muy enamorada, después de un noviazgo corto. Él era gentil con ella y dejaba pasar sus “caprichitos”, como llamaba con indulgencia a la ropa que ella elegía, a los lugares que le gustaba frecuentar, a los amigos que la acompañaban desde la infancia y que, poco a poco, comenzaron a alejarse de su vida. Ella fumaba, le gustaba bailar, y sin querer, se convertía fácilmente en el centro de cualquier reunión. Esos eran hábitos que a él le disgustaban enormemente. Al principio, ella se sentía halagada. Después ya no le quedó más remedio que darse cuenta que no eran celos. Al menos no de la atracción que ella ejercía en los demás, sino del protagonismo que le quitaba a él. Cuando cayó en la cuenta del grado de vanidad que ostentaba su marido y de la cantidad de manías con que manejaba su vida cotidiana, ya fue tarde: estaban casados y ella esperaba su primer hijo.
Se pasó la mano por la frente. Las sombras comenzaron a invadir la terraza. Pensó en él. Recordó las reuniones con sus suegros, donde padres e hijo entablaban un inagotable intercambio de mutuos halagos: a la pulcritud, a la moral, a las buenas costumbres, a la honestidad…
Miró de nuevo el reloj. El tiempo pasaba y ya faltaban un par de horas para su regreso. Debía apurarse. Limpiar hasta la última mota de polvo que escapaba de la mirada de cualquier observador normal, pero no de la de él. Debía procurar que todo estuviese en el exacto lugar que correspondía a cada cosa y recibirlo con la pulcritud que él exigía y la sonrisa resplandeciente. Como seguramente resplandecería el coche con nombre, inmune a las distancias recorridas.
Cuando todo estuvo en su lugar, sonó el timbre. A ella le extrañó porque aún faltaba media hora y él se jactaba de no haber llegado ni un minuto antes ni un minuto después en todos esos años en que su trabajo de comisionista lo llevaban lejos de casa. Tampoco había sonado la bocina del coche con nombre.
Bajó la escalera y llegó a la puerta, cuando el timbre sonó nuevamente, seguido de violentos golpes en la puerta.
— ¡Abran, es la policía!
Ella, aturdida, abrió sin entender nada. En la puerta había media docena de hombres, unos de civil y, los más, uniformados.
— ¡Tenemos una orden de arresto contra Marcos García!
—Mi marido no está… —dijo, titubeando—. ¿Por qué lo buscan?
—Mire, señora, los cargos son muchos —comenzó, amablemente, pero en seguida se arrepintió y siguió con voz ruda—. Se los enumero a vuelo de pájaro, por formalismo nomás, porque él los conoce bien. Hace ya unos meses que lo tenemos vigilado: tráfico de estupefacientes, falsificación de moneda extranjera, por mencionar lo más livianito…
Sin dejarlo terminar, ella comenzó a reír, primero, despacito. Los policías se miraron entre sí. Siguió riéndose y, poco a poco, la risa se transformó en carcajadas convulsivas, histéricas, mientras las lágrimas corrían libres por su cara…
Clementina Macaroff
Bariloche, Marzo de 2007
6 de junio de 2009
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